Los monstruos son una pieza clave del
género de horror, ya sean estos seres mitológicos, mutantes
cibernéticos o asesinos psicópatas armados con un martillo. Es
difícil imaginar una buena historia de terror sin un mal puro
encarnado en la piel de un adversario virtualmente invencible. La
importancia del monstruo es tal que incluso algunos son capaces de
sobrepasar a los héroes y convertirse en las estrellas de la
historia. Encontramos numerosos ejemplos de este caso en diversas
sagas, como pueden por ejemplo Hellraiser
o Pesadilla en Elm Street;
universos de pesadilla recreados en el cine y el cómic donde el
monstruo, ya sea este Pinhead y su ejercito de cenobitas o Freddy
Krueger, se convierten en los auténticos hilos conductores de una
cronología de caos y destrucción.
No es la primera
vez que hablamos aquí de la fascinación por el monstruo, aunque es
cierto que deberíamos remarcar que muchas veces esta devoción por
la criatura se queda más en una seducción por las formas que por el
propio contenido. No podemos negar que tras los cenobitas o Freddy
Krueger existe una cierta cosmología, aunque también resulta
evidente que la misma está simplemente puesta al servicio de
provocar más muertes, hasta el punto de que no existe ningún
problema a la hora de saltarse las normas planteadas si en algún
momento se interponen con la próxima muerte espectacular. El
monstruo no es más que una excusa estética para diferenciar las
muertes entre diversos universos, ya sean estas mediante cuchillos,
cadenas, rayos láser o babas ácidas.
Todo
lo expuesto anteriormente puede parecer un problema, incluso una
limitación dentro del uso de monstruos en el género de horror. Sin
embargo esto no es para nada así. Aunque es cierto que muchos
autores se empeñan simplemente en crear un nuevo monstruo, con el
que repetir las mismas historias lineales en las que las víctimas
van cayendo como moscas, de vez en cuando nos encontramos con alguna
historia que coge lo que siempre había estado allí y le da la
vuelta sin que aparentemente cambie demasiado. Prueba de ello es
Pudridero un cómic en
el cual Jhonny Ryan demuestra que unos monstruos reventándose entre
ellos puede ser al mismo tiempo la burrada más divertida y una
reflexión sobre el propio monstruo, e incluso la narrativa gráfica.
Pudridero
parte de una idea sencilla y clásica, un peligroso criminal es
encerrado en un planeta prisión, lugar en el que tendrá que luchar
con infinidad de presos monstruosos para defender su vida. En
Pudridero, al menos en
los dos primeros tomos recopilados en la edición española, Johnny
Ryan no explica demasiado sobre el universo en el que habitan sus
personajes, más bien se limita a batirlos en duelo, desfigurándoles
y mutándoles si hace falta, hasta que todos terminen cubiertos de
sangre, heces y semen, y al menos alguno de ellos muerto. Todo esto
en una progresión totalmente lineal en la que nuestro protagonista
sobrevive a duras penas cada combate solo para descubrir que tras el
próximo paso se encuentra un enemigo mucho peor.
La
obra está muy alejada de la producción clásica de Johnny Ryan con
sus chistes de sal gorda donde nada es sagrado, un trabajo que cuenta
tanto con defensores radicales como con personas que llenan sus
tardes enviando amenazas de muerte al bueno de Ryan. Pocos se podían
esperar una obra como Pudridero,
un viaje al pasado, al dibujo preadolescente de pollas y músculos
gigantes, donde además asistimos a un trabajo lleno de mimo y un
excelso planteamiento de la narrativa interna del cómic. Pudridero
de Johnny Ryan es una obra llena de terror desnudo, el canto de un
niño de doce años que odia al mundo y quiere destruirlo al mismo
tiempo que lo profana.
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