Ya hemos hablado más de una vez de la
propia definición del horror, basándonos en la obra de Noël
Carroll, defendiendo siempre que el horror va más allá de la mera
preocupación por sufrir algún tipo de peligro físico. El horror
necesita algo más, necesita un toque de angustia vital, una
apelación a lo más profundo y sagrado para romperlo o pervertirlo.
Este hecho se puede resumir en cualquier relato de Lovecraft, en los
que sus protagonistas temen por sufrir una muerte violenta, pero
también existe una rotura de lo normal, de los límite de nuestra
propia existencia, que es igual o más peligroso, ya que igual que se
puede perder la vida, se puede perder la cordura.
Así que podríamos decir que en parte
hay que estar cuerdo para poder sufrir los estragos del horror, ya
que mientras arriba siga siendo arriba y abajo siga siendo abajo
existirá la posibilidad de pervertir esas coordenadas. Por ejemplo,
el temor al vampiro y al zombie no se basan en que puedan matarnos
como asesinos vulgares, sino en que han roto la constante de la vida,
han muerto pero siguen en movimiento. Además, se recurre a tabúes
sociales para aumentar el horror, el vampiro se alimenta de sangre,
la base de la vida, y el zombie se pudre poco a poco, recordando la
fragilidad del cuerpo humano. Creo que se podría llegar a defender
que el horror tiene una parte de sacralidad perversa, todos nos
convertimos un poco en piadosos ofendidos y alterados por la rotura
de lo normal.
Aunque claro, esto no impide que existe
un horror bañado de humor o ironía. Hace poco tratábamos aquí el
cómic Cinderalla, una vuelta de tuerca en la que el horror se
vuelve cotidiano. La mayoría de estos ejercicios responden o a una
liberación del horror a través del humor, una especie de defensa en
la que nos reímos de lo que nos asusta. Sin embargo, también existe
la posibilidad de vaciar de todo peso al horror y sus
características, mantener todos los elementos pero vaciarlos del más
mínimo significado. Encontramos un perfecto ejemplo de esto en
Kurosagi, obra del guionista Eiji Ôtsuka y el dibujante
Housui Yamakazi, una obra en la que están presentes todos los
elementos del horror clásico pero vacíos de esa carga más
metafísica.
La historia de Kurosagi
puede considerarse en principio original: grupo de estudiantes con
habilidades relacionadas con los muertos crean una empresa encargada
de cumplir las últimas voluntades de cadáveres recientes. La obra
gira en torno a Kurô Karatsu, un joven médium capaz de oír a los
muertos al tocarlos. Este punto de origen da para muchísimas
posibilidades, desde una obra de horror estándar hasta una comedia
de humor negro, o incluso una historia más costumbrista. Pero en
lugar de optar por estos caminos, Eiji Ôtsuka opta por crear un
cómic de aventuras sin más, muy en el estilo del mainstream más
puro del manga japonés, con unos protagonistas mezcla de
adolescentes y adultos que viven en un universo aparentemente maduro
pero infantilizado al máximo. Esta carencia tan propia del manga se
perdonaría si existieran otros elementos que le dieran mayor
transcendencia a la obra, algo que está presente pero no de la forma
que debería.
El
horror existe en Kurosagi,
pero de una forma totalmente fría y anodina. Los cadáveres podrían
ser suplantados por plantas de geranios y la profundidad de la obra
sería la misma. El terror escrito por Eiji Ôtsuka no crea lazos ni
con el lector ni con los habitantes de la obra, que desfilan ante los
mayores horrores sin inmutarse lo más mínimo, con un comportamiento
y una implicación emocional deficiente o inexistente. Kurosagi
es una obra fallida porque queriendo buscar una pose más atrevida de
sus personajes ante la muerte, termina creando un universo en el que
la muerte importa e implica muy poco, algo que termina llegando a sus
lectores, a los que la galería de horrores presentes no les afecta
más allá del puro desagrado físico.
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