Cuando estrenamos está columna,
dejamos claros que nos íbamos a dedicar por entero al género del
horror dentro de la historieta, especificando que entendíamos el
horror, o terror, como un género construido a partir de elementos
reconocibles histórica y culturalmente. Estos elementos surgen de lo
más profundo del imaginario colectivo, básicamente de lo que ya
señaló Lovecraft: el miedo a lo desconocido, preguntas cómo qué
pasa después de la muerte o que se oculta tras la oscuridad, o a la
puesta en duda de nuestra realidad, quebrando todo aquello que se da
por incuestionable y permite vivir una vida ajena a la agonía
existencial.
Evidentemente, estos temas solo pueden
producir obras que provoquen desazón y malestar en su consumidor, no
es agradable enfrentarse a algo que directamente convulsiona tu
tranquilidad diaria. Bien, aquí nos enfrentamos a un dilema, ya que
primero defendimos que el horror se definía por elementos, al margen
de su efecto en el consumidor, mientras que ahora exponemos que
dichos elementos se basan en una tradición fundamentada en el propio
efecto sobre la audiencia. ¿Cómo explicamos este problema? Con la
mejor excusa que existe, exponiendo tranquilamente que nos
encontramos ante una paradoja, algo que sin problemas podríamos
definir como una ironía postmoderna.
El horror más clásico, en su acepción
histórica, se construía con elementos ficcionales que eran
asimilados por la población como ciertos. Un ciudadano medio de la
Europa Medieval no se planteaba que una historia sobre fantasmas o
demonios podía suponer una ruptura con su mundo real, sino que veía
esas criaturas como existentes, como una amenaza concreta contra su
persona. De este modo, ese ser humano podía percibir ese relato de
horror como una amenaza, algo que sirviera para mantenerse alerta.
Evidentemente, a día de hoy, el valor
de advertencia de una obra de terror se ha perdido totalmente, ya que
difícilmente encontraremos a mucha gente con un miedo real a que
mientras duerme unos demonios le arrastren al infierno. A día de
hoy, la amenaza se fundamenta en dos géneros que han tomado
elementos formales del horror: el thriller y la ciencia-ficción. El
thriller ha cambiado lo sobrenatural por lo mundano, el demonio por
el asesino del cuchillo; mientras que la ciencia-ficción ha
tecnificado el horror, cambiando al vampiro por los hombrecitos
grises, quienes vienen de noche y te llevan a su nave para jugar
contigo.
¿Qué ha pasado mientras tanto con el
horror? Pues que ha buscado otros caminos, sus elementos clásicos se
han vaciado de sus efectos y se han mezclado con otros géneros. El
miedo a la muerte se ha mezclado con la ciencia-ficción dando lugar
al subgénero de los muertos vivientes, en el que el propio hombre
rompe de la forma más atroz la frontera del óbito. Por citar solo
otro ejemplo, los elementos del terror se han mezclado con la
aventura o el humor, descontextualizando dichos componentes.
Estas nuevas acepciones del horror la
encontramos en obras como Spawn
de Todd Mcfarlane, donde absolutamente todos los elementos están
tomados del género de terror, con pinceladas superheroicas, aunque
evidentemente, dicha obra no causa el más mínimo temor en sus
lectores. Del mismo modo, obras que no son propiamente del género,
como Bone de Jeff
Smith, cuentan con pasajes concretos donde el autor es capaz de crear
una sensación terrorífica totalmente pura, aunque el resto de la
obra pertenezca a otro género, como la fantasía heroica en el caso
de Bones.
Todo
esto se puede resumir en que hemos jugado tanto con los elementos,
estirado y recortado hasta tal punto que hemos conseguido desligar,
por paradójico que parezca, el género de horror del miedo.
Ciertamente, son muchas las obras que siguen conjugando un efecto
concreto gracias a componentes clásicos, pero también son muchas
las que cuentan sus propias historias, con los más diversos efectos,
sin abandonar formalmente el propio género de terror.
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