Aunque el concepto de ocio es
relativamente reciente si tenemos en cuenta la historia de la
humanidad, es innegable que actualmente no se ha convertido en una
parcela vital totalmente aceptada, sino que es una de las mayores
industrias mundiales, solo hay que juntar el capital que mueven por
ejemplo el cine, los videojuegos o las retransmisiones deportivas,
para comprender que el entretenimiento es el actual motor de la
sociedad occidental actual. Sin embargo, lo que ya es otro cantar es
la opinión social que despierte dicho ocio, aunque actividades como
leer una novela, ir a una sala de cine o pasar la tarde en un estadio
deportivo, están totalmente normalizadas, otras como echar una
partida con la consola o disfrutar un cómic siguen estando en un
plano más secundario.
Aquí poco importa el dinero que se
mueva o el nivel de refinamiento artístico y comunicativo alcanzado:
si enciendes la consola será para matar prostitutas y si lees un
cómic es para ver fascistas con músculos y pechos hipertrofiados.
Este es un poco el argumento que predomina en la sociedad
bienpensante, algo que quizás no sería demasiado preocupante en una
señora de setenta años pero que por desgracia no es ajeno a muchos
jóvenes dentro de la veintena. Parece que el medio se vuelve más
importante que el mensaje, y puedes leer cualquier libro en un tren
sin problemas, porque automáticamente eres un lector de Dostoyevsky
o Auster; pero si por contra estás leyendo un cómic nadie va a
pensar en Spiegelman o Vivès. Pero ni siquiera este es el problema,
el verdadero problema es que pensarán que lees un cómic de
Superlópez, como si eso
fuera algo despectivo, infantil o digno de lástima.
Esta situación
debería ser respondida por el autor y el aficionado no con enfado,
ni mucho menos buscando la redención ante la sociedad. En su lugar
se debería optar por el ataque frontal, el corte de mangas y la
lengua fuera. Precisamente, en un cómic de Johnny Ryan podemos
encontrar una crítica de Daniel Clowes en la que alaba la obra de su
colega por aglutinar perfectamente todas las característica
perjudiciales que cualquier madre ignorante otorga a un cómic. Este
movimiento autoral es primero una concesión al público, un codazo
suave en el costado con un guiño de ojo; y después una declaración
ante la sociedad en el fandom declara lo que le gusta, lo demanda y
lo consume.
Y
gracias a todo esto existen cosas como Apocalipsis en el
instituto, una salvajada escrita
por Daisuke Sato y dibujado por Shouji Sato. ¿Qué es Apocalipsis
en el instituto? Ante todo una
obra sin la más mínima pretensión. Aunque la podríamos englobar
dentro de ese género japonés de héroes de instituto en un mundo de
horror, como el ya reseñado aquí Hakaiju,
lo cierto es que el manga de los dos Sato no deja de ser una enorme
excusa para alimentar al fandom de golosinas y bebidas carbonatadas.
Dentro del mundillo se utiliza el término fanservice
para designar esas concesiones al público que algunos autores
regalan de vez en cuando a su público. Normalmente el fanservice
no suele pasar de una pose sugerente por parte de un personaje, pero
en el caso de Apocalipsis en el instituto
el fanservice se
alimenta de toda la obra hasta el extremo de que nos sentamos a
disfrutar de una enorme galería de zombies y chicas con los pechos
grandes. Nada más, simplemente zombies y chicas con los pechos
grandes. Zombies y pechos grandes.
Evidentemente los
guiones de Daisuke Sato no son dignos de llamarse como tal más allá
de hilvanar un otaku con una pistola de clavos y una chica misteriosa
con una espada de madera, ambos masacrando muertos vivientes. El
dibujo de Shouji Sato tampoco se queda por detrás, con una
concepción de las proporciones más bien personal y una narrativa
farragosa que enturbia la lectura de la página con el fin de
conseguir un dinamismo hipertrofiado en todas las composiciones, lo
pida o no el argumento en ese momento. Sin embargo, estos supuestos
errores o deficiencias se podrían considerar casi una opción moral,
más de la propia obra y su contexto que de sus autores, en la que
absolutamente todo está puesto al servicio de la diversión,
sacrificando la narrativa por el beneficio del impacto emocional, y
dejando de la lado el verismo o la estética para conseguir que todas
y cada una de las páginas sea un póster con zombies y pechos
grandes. Muchos zombies, muchísimos, y pechos gigantescos, épicos.
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